El mar me habló de su grandeza, de su fuerza y de su inmensidad...Yo le hablé de Honduras, de su Pueblo y de sus Instituciones y se sintió pequeño...

(Parafraso del Poema de Jorge Sarabia)


jueves, 21 de febrero de 2008

Maria Vialli.


Fíjese usted lo que son las cosas de esta misteriosa vida. Si hace algún tiempo me hubiera dicho alguien que me hallaría hoy día viviendo sumido en un pánico tan miserable como el que me inunda en estos momentos, no lo hubiera creído en lo más mínimo. Mucho menos crédito hubiera otorgado al pobre infeliz que me hubiera profetizado de alguna manera la causa de este terror tan extremo. Y es que, si por algo se ha caracterizado mi hasta ahora feliz existencia, ha sido por vivir siempre rodeado de las cosas más sencillas, lejos de la superflua gama de lujos que mi posición social podría haberme aportado, pues lejos de caer en el narcisismo, he conseguido obtener un importante renombre como médico cardiólogo en mi Nápoles natal, aunque preferiré no desvelarlo, por si algún día, usted cae en mis manos, y después de leer lo que le expondré en breve, piensa que me hallo sumergido en una profunda enajenación. Y sobre todo, desde mi posición de científico, el escepticismo ha sido ha sido una de mis más feroces armas para vencer toda esa clase de miedos por los que el vulgo se ve en multitud de ocasiones desbordado.
Sin embargo, en estos momentos no sé muy bien donde puedo hallar la respuesta a una extraña, a la vez que aterradora experiencia para mí, y que me ha sumido en una especie de cavilación existencial que desde luego, por la falta de costumbre, queda absolutamente fuera de mis cuadriculados esquemas mentales.
Fue hace ya cerca de cuatro meses, cuando un día me hallaba comiendo en un restaurante con unos compañeros de trabajo. Charlábamos acerca de las diferentes vicisitudes que nuestra complicada ocupación nos acarreaba, y tratábamos de consolar y animar a una de nuestras mejores pediatras, que el día anterior había perdido a un niño de apenas cuatro años que estaba en tratamiento bajo tutela suya..
Recuerdo que me encontraba sentado en una silla que quedaba totalmente enfrentada a uno de los televisores del restaurante. Desde luego, no le estaba prestando la más mínima atención, pues me hallaba en otros quehaceres más importantes, pero en una de esas miradas perdidas en las que uno no puede controlar su punto de vista, me pareció ver una fotografía en la televisión de alguien que me resultaba tremendamente familiar.
En un principio, no otorgué demasiada relevancia al asunto, pues creí haber sido víctima de mi deteriorada memoria, pero mis sospechas se confirmaron cuando al lado de la foto apareció el nombre de María Vialli. Esta mujer, fue en su día, compañera mía de universidad, y más tarde le pondré en situación sobre aquella joven, pero lo más importante llegado este punto, era que se hablaba de una desaparición hacía ya cerca de tres meses de la misma, y de los desesperados esfuerzos de su familia para encontrarla.
La perplejidad que sentí en aquel instante absorbió completamente mi apetito, pero no obstante, me quedé en aquel lugar, pues la pediatra de la que he hablado, que era una gran amiga mía, se hallaba en una situación de deplorable depresión, pues era la primera vez que le ocurría algo semejante a lo que ya comenté anteriormente.
María Vialli fue, como ya quedó dicho, una antigua compañera de universidad, por la que siempre profesé una inusitada admiración por la enorme carga de sensatez y suma inteligencia que demostraba en sus conversaciones, y por qué no decirlo, por la extraña belleza de su rostro.
Fuimos muy amigos durante toda nuestra convivencia de estudiantes hasta el punto de que hubo muchas ocasiones en las que hoy día juraría que estuvimos de algún modo enamorados. De hecho, yo que nunca encontré a una mujer con la que poder compartir mi vida, me arrepentí mil veces de no haber establecido algún tipo de lazo afectivo con aquella maravillosa mujer, algún tiempo después de que acabásemos nuestros estudios, y ella decidiera continuar su vida profesional en Verona.
Con esto, espero que se me comprenda cuando hablo de la enorme y al mismo tiempo fatídica sorpresa que para mí supuso aquella noticia de su desaparición.
Pero el tiempo pasó, y mis menesteres laborales permitieron que aquel suceso cayera en el profundo abismo de los recuerdos perdidos. Fue aproximadamente dos meses después de que este suceso aconteciera, cuando una noche solitaria de sábado otoñal, en la que me hallaba en casa leyendo “El Paraíso perdido” de Milton, oí el timbre de mi puerta sonar. Eran algo más de la once de la noche, y desde luego, no estaba esperando a nadie, por lo que esta visita nocturna me sorprendió de sobremanera.
Naturalmente, no dudé en mirar a través de la mirilla de la puerta, y una enorme sensación de extrañeza, y a la vez de profunda alegría inundó mi cuerpo cuando reconocí el rostro de la perdida María.
Inmediatamente abrí la puerta, y no pude vencer el enorme deseo de abrazar a aquella vieja amiga, la cual, me respondió de semejante manera. Su aspecto era fabuloso, y no parecía sufrir ningún daño físico, lo que me produjo una calma tremenda.
La invité a pasar a casa y a cenar, y de nuevo tuve el placer de compartir con ella aquellas antiguas conversaciones que manteníamos en un tiempo pasado. Desde luego, no había cambiado lo más mínimo, y aquella dosis de sencillez y sentido común que otorgaba a cada una de sus intervenciones, me dejaron nuevamente perplejo. Pero desde luego, no podía pasar por alto aquella noticia que había llegado a mis oídos algún tiempo atrás sobre su misteriosa desaparición, y del deplorable estado en que había dejado a su familia a consecuencia de aquélla.
Antes de hacer un pequeño bosquejo sobre la conversación que mantuvimos, me gustaría decir que ella era oriunda de un pequeño pueblo que se hallaba a unos setenta kilómetros de Nápoles, que era donde su familia seguía viviendo, pero ella, (según me contó en una de las últimas conversaciones que mantuvimos en antaño) había recibido una apetitosa oferta por parte de un importante médico de Verona, de colaborar con él en numerosas investigaciones acerca de patologías coronarias que no vienen al caso. Dicho esto, resumo lo que aquella noche hablamos:
Perdona – empecé yo – No quiero entrometerme en tus asuntos, pero ¿Sabes que tu familia lleva buscándote hace ya cerca de nueve meses? Lo vi en la televisión, y desde luego, no parecían muy dichosos con tu marcha.
Claro que lo sé – respondió bajando la cabeza . He venido aquí precisamente porque quiero que tú me lleves de regreso a casa.
Pero si tanto deseo tienes de volver, ¿ Por qué te marchaste?
Eso no puedo decírtelo. Han pasado muchas cosas en mi vida durante los últimos tiempos, y he tenido que aguantar muchas humillaciones que no estaba dispuesta a soportar. Pero ahora, como te he dicho, lo único que quiero es que me lleves de regreso a mi hogar.
¿Pero tiene que ver con eso algo lo de tu marcha a Verona?
Sólo recibí como respuesta una negativa de cabeza que me instaba a no preguntarle más acerca de las circunstancias de su marcha.
Está bien, no te preguntaré más sobre el asunto porque ya veo que debe ser algo demasiado personal, pero ¿cómo has ido a parar aquí en Nápoles?
Aunque pudiera responderte a esa pregunta, no lo haría.
¿Y por qué has venido a buscarme precisamente a mí, que hace más de ocho años que no nos vemos?
Pues porque eres la única persona que conozco en esta ciudad y con la que he compartido una verdadera amistad a lo largo de mi vida dijo mientras numerosas lágrimas que partieron mi alma comenzaron a discurrir por sus mejillas Sólo te puedo decir que le he causado a mi familia el peor de los daños que podía haberles hecho, y que me arrepiento profundamente de ello, por eso deseo que tú me lleves otra vez con ellos, aunque este daño del que te hablo, será irreparable para aquéllos que me quieren. volvió a reiterar entre llantos.
Lo único que pude hacer fue abrazarla nuevamente ante la actitud tan desesperada que había adoptado mientras ella seguía llorando amargamente. Al día siguiente no tenía que acudir al hospital, por lo que le prometí que partiríamos hacia su hogar en cuanto hubiéramos descansado algo, pues la madrugada se hallaba ciertamente avanzada.
A las diez de la mañana del día siguiente comenzamos el viaje. Después de haberme hecho cuidadosamente un plano de cuál era el camino a seguir para llegar a su pueblo, nos montamos en mi coche y nos dirigimos hacia allí. No se oyó una palabra durante el trayecto, y una sensación de ansiedad por llegar lo antes posible, se apoderó de mí, por lo que cometí algunas imprudencias con el automóvil.
A todo esto se sumó un sentimiento de enorme repulsa cuando pasamos cerca del cráter donde se halla el lago Averno, que a pesar del escepticismo del que he hecho gala con anterioridad, producía una enorme sensación de incomodidad en mí. Ancestrales historias que hablaban de sus sulfurosas aguas como procedentes de los abismos del infierno, me alteraban como al que más, y desde luego, traté de pasar aquella zona lo antes posible.
Seguimos transitando por una carretera secundaria, cuando pasando cerca de un paraje natural dominado por otro lago mucho más apacible que al que he hecho mención con anterioridad, el silencio se rompió durante un ínfimo instante, en el que mi compañera de viaje me instó a que parara un momento.
Me pidió que bajara del coche, y que la acompañara a través de los escabrosos setos que conducían al lago. La así de la mano, y juntos bajamos hasta encontrarnos cerca de la orilla de aquella magnífica extensión de agua virgen. Hubo un instante en el que nos hallamos delante de una especie de barranco de unos quince metros de altura bajo el cual, había una pequeña llanura que conducía directamente hacia el agua. En aquel instante, me asomé al mismo, mientras que sentí que la mano de María dejaba de agarrarme.
Sería inútil intentar describir con las palabras exactas la horripilante, nauseabunda y macabra escena que apareció ante mis desorbitados ojos. Un cuerpo semidesnudo se encontraba en la parte inferior del barranco, en un avanzado estado de putrefacción. Los ojos habían sido extraídos, los pómulos no existían, y el cadáver se hallaba desgarrado hasta dejar al descubierto el hueso en muchas zonas, y a pesar del hediondo estado del mismo, sabía perfectamente de quién se trataba.
Sumergido en un estado que rozaba el ensueño, sólo pude oír nuevamente, casi susurrada por el viento, una voz de ultratumba que reiteraba: “llévame de vuelta a casa”, y casi sin poder mover mis extremidades, giré mi cuello, pero la única compañera que hallé en aquel horrendo paraje, fue a mi sombra.


Raven.

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