El mar me habló de su grandeza, de su fuerza y de su inmensidad...Yo le hablé de Honduras, de su Pueblo y de sus Instituciones y se sintió pequeño...

(Parafraso del Poema de Jorge Sarabia)


viernes, 7 de marzo de 2008

En Las Profundidades.

Clara Soler estaba adormecida en la cama observando la delicada bailarina que bailaba sobre su propio eje, dentro de la caja de música que había conectado momentos antes. Reliquia mecánica que había sido un regalo por su cumpleaños y que lo recibió, hace un par de días, de una madre sonriente y de un padre refunfuñón, que aceptó, no sin reticencias. Entre tanto, la pequeña Clara, de largas trenzas bermejas y corta faldita tirolesa, se entretenía con ese presidio musical que confirmaba la pobre existencia de aquella figura estilizada. Luego, se acercó a la ventana, observando a través del cristal, bañado por el vaho de la lluvia, como una hilera de hombres y mujeres achicaban agua de los rebosantes pozos, ante la tormenta que no parecía remitir a esas horas.

Entonces cerró la tapa de la caja y se sentó en una silla delante del espejo con un tocado muy femenino. Se llevó la mano al cabello, empuñando un cepillo cogió una muñeca de trapo de un lado de la mesita del tocador. De esta manera se puso a pensar en lo que le gustaba mirar esos detalles, su pelo rubio y rizado, los ojos azules y aquellas pequitas doradas, mostrando un rostro sonriente. Tras esto, apretó la muñeca con fuerza a su pecho y la meció en sus brazos. De pronto, empezó a sentir unas extrañas voces a su espalda y deslizando la mirada hacia su origen, divisó con la vista la caja de música, abierta y sonando sobre la colcha de la cama. Al acercarse a ella, la música cesó de golpe al volver la cabeza la retomó nuevamente. "Debía estar estropeada", pensó agarrando la caja con sus manos. En seguida, algo le pinchó un dedo y la niña dio un chillido ahogado que no salió de las comisuras de sus labios, soltándola bruscamente.

Ven y cógeme de nuevo, dijo una voz desde el interior de la caja.

Clara sin poder decir palabra, se limitó a obedecer a esa misteriosa orden, y tras cogerla, se acercó la caja para observarla con cuidado, pero al examinar su contenido no encontró más que la inerte bailarina estilizada y una pequeña palanca para conectarla. No había nada ahí que pudiera emitir sonidos. Entonces, algo parecido a una minúscula mano saltó de su interior a su cara, sintiendo como una cosa larga y muy fina cruzaba su rostro como un latigazo. Empezó a notar como los músculos los sentía cada vez más pesados, se adormecía de alguna manera y estos ejercían una gran fuerza hacia el suelo. Entre tanto, su mirada vacilaba tambaleante de una lado a otro, como ocurría en los tiovivos de su pueblo; sin embargo, en aquella ocasión la única que giraba en torno a un eje misterioso estaba siendo ella, un eje que se concentraba alrededor de la habitación como si de esa bailarina se tratase, pero a tamaño real. La música, por su parte, martilleaba de forma insoportable en sus oídos, aturdiéndola, cuando empezó a sentir la pesadez de sus músculos, que la derribaban, ante esa irrealidad que parecía engullirla lentamente, hasta cubrirla por completo.

Tenía vagos recuerdos; su habitación, decorada con un gusto femenino, la caja de música con esa bailarina estilizada y la extraña voz de algún amigo invisible. Pero lo que no podía recordar, por mucho que intentase, fue cómo había llegado a los túneles de la mina. Sí, eran los túneles de la mina, de la vieja mina que estaba cerrada y que ella conocía porque había jugado allí con sus amigos, a escondidas de su padre.

(¡Joder! Necesito un buen trago, maldita sea.)

Jodida niña, no me vengas con eso de ir a aquella sucia mina. Yo me mato a trabajar, ¡para qué! Para que tú vayas haciendo tonterías como esas. Tu madre te ha mal criado, no sabe tratarte como debes, si yo te cogiera...

Su padre le daba miedo, por las cosas que la decía cuando estaba ebrio, con esa asquerosa palabra que empezaba por J siempre en la boca; pero también era verdad que nunca le había puesto la mano encima. Por lo menos, hasta aquel día en que le pidió permiso para jugar en la mina y él furioso la tiró al suelo de un golpe.

(Fue un accidente, de veras, un accidente de cálculo de fuerza, se me escapó la mano y la golpeé por milímetros, ya no volverá a ocurrir.)

No intentes disculparte, cerdo. Mentiroso borracho.

Julia, su madre, la cogió del suelo y balanceándose en una mecedora, la meció en sus brazos para consolarla. Luego la llevó a la cama y arropándola para que se mantuviera caliente, le dio algo de leche. De pronto, sacó de una caja de zapatos, de uno de los altillos, una cadena de oro con una medalla y se lo alargó a Clara para que se sintiera mejor. Esta la examinó unos momentos, delimitando sus bordes y dibujos con los dedos, antes de recogerse el largo pelo y ponérsela en su blanco cuello. Entre tanto, la madre la arropó en la cama y mientras le acariciaba la mejilla dolida, le cantaba una canción. La besó en la frente, y dándole las buenas noches apagó la luz de la lámpara.

Con esto, regresó a la oscuridad...

Clara tanteó a tientas la pared por si encontraba algún computador de luz, pero esta estaba fría, pegajosa y además apestaba. Sintió el chapoteo del agua golpeando el suelo, el leve cric cric de las ratas paseando por en medio de las piernas y sus propias pisadas sobre la tierra húmeda. Entonces, se movió torpemente, estirando los brazos, un pasillo tras otro. La oscuridad le impedía ver por donde andaba, el techo incluso las paredes, únicamente sentía una pestilente sensación de ahogo que subía de su garganta a la cabeza. Perdida, perdida. Al doblar una esquina, llegó a escuchar como giraban lentamente las aspas del conducto de ventilación. Entonces tropezó con algo que había en el suelo, debía de ser pequeño, sin embargo fue el susto más que otra cosa lo que la hizo resbalar y caer. Nuevamente se puso a tantear con las manos, parecía largo y delgado, no lo sabía con exactitud. De pronto, el muslo desnudo rozó algo, inerte, quieto, sin vida, pero era corto y casi imperceptible. Una cajetilla de cerillas. Y no estaba húmeda.

Cogió una con las manos y esta cayó al suelo.
Lo intentó otra vez, pero al encenderla se rompió en dos partes.
A la tercera llegó la vencida. Una tenue llama de luz apareció de inmediato en el diminuto fósforo. Ahora, pudo reconocer las cerillas, eran como las que usaba su padre.

(Caras malas y feas, espejismos.)

Papi, ¿estás ahí?

No hubo respuesta, solamente una cerilla consumiéndose. Sin embargo, sí encontró la cosa larga y delgada que había sentido antes. Se trataba de un bastón, machado de sangre y doblado por los golpes.

¿Has venido a buscarme, papi? Insistió, pero volvía a no tener respuesta.

Vacío, oscuridad, una cerilla consumiéndose del todo. Ahora, el ennegrecido palillo churruscado se escurrió de las manos y acabó flotando en el canalillo de las aguas residuales. Al encender otra cerilla, Clara tomó sus precauciones para conservarla el mayor tiempo posible. Ya apenas quedaba en la cajetilla. Luego, miró al suelo, a los raíles de las vagonetas que parecían vasos sanguíneos de un coloso mitológico y se puso a caminar muy despacio para no tropezar, siguiendo el tramo de los rieles, al paralelo de un conducto de ventilación del que desprendía un ligero aire, a pesar de llevaba tiempo cerrado. La llama de la cerilla proyectaba espectrales sombras en las paredes de los túneles que desembocaban en una especie de respiradero de siete lados, como siete grandes bocas, despidiendo una niebla gris fosforescente y tenue, que densamente empezaba a dispersarse por la galería.

En la sala heptagonal, sintió al principio un leve gemido que por lo pronto ni le resultó familiar, ni parecía humano ni animal, pero luego creyó ver a su padre, tangible como el aire, bañado por la luz del día que se filtraba por las grietas de la mina. Llevaba el mono de obrero, con el cabello recién peinado y la niña pudo hacerse sus propias ideas de lo que había ocurrido. Seguramente se había perdido en aquellas galerías y su padre la estaba buscando hasta que por fin que había dado con ella, pero no fue eso lo que ocurrió exactamente. Clara corrió hacia él y le abrazó calurosamente, esperando al menos que tras un día de reprimenda, supiera perdonarla. Ella, por su parte, había aprendido a escuchar y acatar los consejos de los mayores. Entre tanto, la mano del hombre acariciaba el pelo moreno de la niña, y esta se limitaba a sonreír orgullosa de su padre y alegrarse por haberla encontrado. Luego, Clara alzó la mirada hacia su rostro, cruzando algo como un latigazo la cara de la pequeña. Una presencia verde empezó a cubrir la mejilla del hombre, que poco a poco se abría paso por su piel, terminando por ocultar sus últimas facciones humanas. La carne apareció carroña pura, corrompida, con algunos cartílagos verduscos y moho amarillento creciendo en su cadavérico cuerpo. La niña se cayó de bruces al suelo, sintiendo el aliento emponzoñado que despedía su boca.

Debía escapar de esa situación de inmediato pero el problema era qué hacer. Si permanecer quieta, oculta entre la oscuridad y esperar a lo que ocurra o bien, buscar una salidas, contando además con la dificultad de no saber a dónde ir. Entonces, en ese instante confuso, sus pies respondieron por ella, dando los primeros pasos, al menos hasta que se vio atrapada en un corredor cerrado, siguiéndola esa criatura de cerca, de muy cerca, cerquísima...

De pronto, escuchó risas, voces guturales y unas pisadas golpeando muy fuerte el suelo, en realidad, sus propias pisadas, justo antes de sentir el correr de la orina caliente por su muslo. Contrajo, con tanta fuerza, los músculos que estos quedaron tiesos e inertes. Luego hurgó entre los bolsillos hasta encontrar la cajetilla de las cerillas, y al sacar la única que quedaba, se esperó quieta frente a la pared al transcurso de los acontecimientos. Al principio no ocurrió nada, ningún sonido, ningún ruido extraño; únicamente advertía el fósforo consumiéndose en sus manos. Creyó que todo había pasado al fin, que se despertaría en su cama de aquella horrible pesadilla, abrazando a su muñeca de trapo; cuando entonces, sintió unos papeles crujiendo a sus pies. Se agachó junto a las hojas mojadas de un periódico, del cual pudo leer con dificultad, en el último aliento de la tenue luz, uno de los titulares: "Se repite la tragedia: La pequeña de nueve años, Clara Soler es el undécimo niño desparecido en lo que llevamos de año". A Clara se le puso la carne de gallina, sintiendo un fuerte dolor en el abdomen y unas enormes ganas de llorar, sintiendo un fuerte dolor en el abdomen y unas enormes ganas de vomitar. Luego vaciló, cayendo nuevamente de bruces al suelo. Un sordo alarido de terror atravesó toda aquella red minera, galería tras galería, hasta perderse en las profundidades cavernosas del vacío.

Gonzalo Gala Guzmán

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