Fotografía: Tomas Anunziata |
Era una noche oscura y tormentosa, el 13 de octubre de 1996. Yo conducía mi camión por una carretera solitaria de Honduras, cerca de la frontera con Nicaragua. Llevaba una carga de frutas y verduras que debía entregar al día siguiente en Tegucigalpa. Estaba cansado y aburrido, así que puse la radio para escuchar algo de música y noticias.
De repente, vi una figura en a la orilla de la carretera, a unos cien metros de distancia. Parecía un anciano, vestido con un traje gris y un sombrero de ala ancha. Me extrañó que alguien estuviera ahí, a esa hora y con ese clima, pero pensé que quizás necesitaba ayuda o un aventón. Así que reduje la velocidad y me acerqué al hombre.
Cuando estuve a unos diez metros, encendí las luces altas para verlo mejor. Fue entonces cuando sentí un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. El anciano no tenía rostro, solo un agujero negro donde deberían estar sus ojos, su nariz y su boca. Su piel era pálida y arrugada, como si fuera un cadáver. Y lo peor de todo, me miraba fijamente, con una expresión de odio y rencor.
No sé cómo reaccioné tan rápido, pero pisé el acelerador a fondo y traté de esquivar al fantasma. Pero fue inútil, el anciano se lanzó contra mi camión y atravesó el parabrisas como si fuera humo. Sentí su mano fría y huesuda agarrar mi cuello y apretarlo con fuerza. No podía respirar ni gritar, solo veía su rostro sin rostro frente al mío.
Entonces escuché su voz en mi cabeza, una voz ronca y grave que me dijo: “Tú eres el culpable. Tú me mataste. Hace diez años, en este mismo lugar, me atropellaste con tu camión y te fuiste sin ayudarme. Me dejaste morir solo y sangrando en la cuneta. Y desde entonces te he estado buscando, para vengarme de ti. Ahora vas a pagar por lo que hiciste”.
No podía creer lo que oía. Yo nunca había matado a nadie, ni siquiera había estado en esa carretera antes. Era una mentira, una pesadilla. Quise decirle al fantasma que se equivocaba, que me dejara en paz, pero no pude hablar ni moverme. Solo sentí cómo su mano apretaba más y más mi garganta, hasta que todo se volvió negro.
No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando desperté estaba tirado en el asiento del conductor, con el camión detenido en el arcén. La radio seguía sonando, pero la música había cambiado a una canción triste y lenta. Miré el reloj y vi que eran las tres de la madrugada. Me llevé la mano al cuello y noté un dolor intenso y unas marcas rojas.
Me asomé por la ventana y busqué al anciano, pero no había nadie. Solo había lluvia y oscuridad. Me pregunté si todo había sido un sueño o una alucinación, pero las marcas en mi cuello me decían lo contrario. Había sido real, había visto al fantasma de un hombre que me acusaba de haberlo matado.
Sentí un miedo terrible y quise salir de ahí lo antes posible. Arranqué el motor y puse la marcha atrás para dar la vuelta. Pero cuando miré por el retrovisor, vi algo que me heló la sangre. El anciano estaba detrás de mi camión, sonriendo con una boca llena de dientes podridos. Y levantó la mano derecha, en la que sostenía una pistola.
Antes de que pudiera reaccionar, escuché un disparo y sentí un impacto en mi pecho. El dolor fue insoportable y caí sobre el volante. La última cosa que vi fue su cara sin cara mirándome desde el espejo.
Y la última cosa que oí fue su voz diciéndome: “Ahora estamos a mano”.
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